«Cuando la industria, que es muy mentirosa, dice que el fracking no contamina los acuíferos, dice la verdad», sostiene Benito Reig, director de la Asociación para la Defensa de la Calidad de las Aguas (Adecagua). Tienen la misma opinión otras personas con mucha más relevancia pública, como Lisa Jackson, responsable de la Agencia de Protección Ambiental de EE UU -«no existe ninguna prueba de que el proceso de fracking haya afectado al agua»- o Mike Paque, director ejecutivo del Ground Water Protection Council (GWPC), entidad que aglutina a las agencias estatales reguladoras de las aguas subterráneas de ese mismo país, en el que ya se han realizado más de un millón de fracturas hidráulicas para extraer gas no convencional.
Esas afirmaciones contrastan poderosamente con la postura que defienden las ONG ecologistas y algunos especialistas, que rechazan el fracking virulentamente por sus impactos ambientales; precisamente uno de los principales argumentos con los que han conseguido ganarse a la opinión pública es su afección a las aguas subterráneas.
En esa labor de sensibilización social les han ayudado, qué duda cabe, los desmanes cometidos en EEUU -un juez tejano acaba de condenar a la petrolera Aruba a pagar 2,1 millones de euros a una familia por haber perjudicado su salud- y películas como Tierra Prometida -que protagoniza Matt Damon-, o documentales como Gasland, denostado en el ámbito académico por sesgado y sensacionalista. Paque, que aterrizó en Madrid el pasado abril, denuncia la frustración que experimentó al ver este último tras haber participado en su elaboración.
La campaña contra el fracking ha conseguido que en Europa sólo Polonia defienda firme y abiertamente su uso. En España lo rechazan varias comunidades autónomas, como Cataluña, La Rioja y Cantabria, cuya Ley 1/2013, que lo prohíbe taxativamente, está recurrida por el Gobierno central ante el Tribunal Constitucional. Durante la reciente campaña electoral, un total de 20 partidos políticos, entre los que se encuentran el PSOE e IU, han firmado un compromiso para prohibirlo en todo el Estado si llegan al poder tras las elecciones de 2015.
El ‘fracking’ sí contamina los acuíferos
Sin embargo, el director de Adecagua, una entidad sin ánimo de lucro formada por profesionales ligados al sector del agua a título personal, también sostiene, en flagrante contradicción: «Cuando los ecologistas dicen que el fracking sí contamina los acuíferos, dicen la verdad».
¿Cómo es posible que algo sea lo uno y su contrario? La respuesta la ofrece el propio Reig: «Las dos posiciones juegan con el lenguaje y se refieren a cosas diferentes». O sea, que el fracking en sí mismo no contamina los acuíferos, o, dicho con puridad, ningún estudio lo ha detectado, mientras que otras operaciones del proceso de explotación de hidrocarburos no convencionales sí que han deteriorado las aguas subterráneas.
El agua y el fracking tienen una relación directa, puesto que la técnica consiste en inyectar a gran presión lodos formados por agua (95 por ciento), arena (4,5 por ciento) y varios aditivos (0,5 por ciento), para fracturar las rocas del subsuelo y extraer el gas en ellas encerrado.
El proceso no requiere mucho líquido elemento: menos de 20.000 metros cúbicos por pozo en sus aproximados dos años de vida, de los que se recuperan entre el 25 y el 75 por ciento.
Comparativamente, es la misma cantidad de agua que necesita una hectárea de melocotoneros, perales o manzanos en el mismo período. En EEUU, el fracking emplea el 0,1 por ciento del agua disponible, muchas explotaciones aprovechan las aguas residuales y también se están reutilizando los lodos recuperados de otros pozos.
El uso y consumo de agua no es un problema.
Donde sí hay problema es en el sondeo; si no se asegura la integridad y la estanqueidad del pozo, es factible que se afecte a los acuíferos. Gerardo Ramos, investigador del Instituto Geológico y Minero, ilustra sobre este punto: «Es lo más delicado de toda la operación; la presión ejercida sobre los equipos no debe exceder a la presión de trabajo del componente más débil, para evitar fisuras en las tuberías».
La tecnología y las buenas prácticas de ingeniería son capaces de evitar las fugas, aunque hay cierto debate entre los expertos por la permeabilidad de los materiales aislantes -triple encamisado de arena y cemento- que se utilizan. Según Ramos, «los niveles de seguridad para las personas y el medio ambiente son aceptables, comparables a otras industrias».
Ahora bien, el sondeo no es el fracking propiamente dicho, aunque, obviamente, sea indispensable para extraer el gas y el petróleo -sean convencionales o no- y para otras explotaciones del subsuelo, como algunos tipos de geotermia.
Con la perforación hecha y debidamente asegurada, ya se puede comenzar el proceso de fracturación hidráulica en sí, a más de 2.000 metros bajo tierra. Como los acuíferos más profundos llegan hasta la cota de los 400 metros, hay más de kilómetro y medio de distancia entre el proceso de fracking y las aguas subterráneas: «Demasiado lejos para que afecte a los acuíferos», tal y como puntualiza Reig y suscriben todos los expertos.
Recuperación y tratamiento del agua inyectada
Donde vuelve a haber problema es con el retorno de los lodos de perforación, a los que se añaden las substancias que haya en las profundidades, como el Bario, un elemento radiactivo, u otros contaminantes en función de la formación rocosa fracturada.
Este flujo de retorno es muy desigual. La mayoría vuelve durante los primeros 40 días en unas condiciones similares a las originales, pero después el volumen disminuye y aumenta la densidad de sus contaminantes. Es preciso almacenarlo y tratarlo adecuadamente antes de devolver el agua al medio ambiente, algo en lo que no tiene problemas la tecnología actual. Una correcta clausura de la explotación -tampoco se ha hecho todo lo bien que debiera- evita cualquier impacto posterior.
Así pues, salvo accidente o malas prácticas, la extracción de gas no convencional no debe afectar a los acuíferos y el fracking propiamente dicho no lo hace. Los casos que se han producido en EEUU se deben tanto esas malas prácticas -que afectan demasiado a la industria petrolera- como a explotaciones realizadas antes de que se dispusiese de la tecnología y los protocolos de actuación adecuados.
Mariano Marzo, catedrático de Geología de la Universidad de Barcelona y una autoridad en materia energética, lo explica así: «En Norteamérica aplican el principio de aprender mientras se trabaja -learning while working-, lo que lleva a que, desgraciadamente, la ciencia vaya muy por detrás de la industria y haya poco presupuesto para investigación; en Europa, en cambio, rige el principio de precaución, aunque habría que preguntarse hasta qué punto éste no se convierte en la parálisis por el análisis».
En resumidas cuentas, en la actualidad se puede estar en contra del fracking porque es un método para extraer hidrocarburos, directamente responsables del calentamiento global; de hecho, está por aclarar el impacto real que en dicho calentamiento tienen las fugas de metano del proceso, ya que es un gas 23 veces más potente que el CO2.
También se le puede rechazar porque afecta negativamente a la calidad del aire; porque produce terremotos, aunque sean pequeños; porque se considere excesiva su ocupación del territorio, o por otras razones asociadas a la actividad industrial intensa, como el aumento del tráfico de vehículos pesados? Pero no porque contamine los acuíferos.
Como dice Roque Gistau, presidente de la Asociación Española de Abastecimiento de Agua y Saneamiento, y hombre de buena palabra llana: «En este país más nos valdría preocuparnos de verdad por lo que está contaminando nuestros acuíferos desde hace mucho tiempo, que es la actividad agrícola y ganadera».