Eduardo Olier, presidente del Instituto Choiseul España, en El Economista:
Desde hace ya demasiado tiempo, la política eléctrica solo mira el déficit de tarifa. Problema que, además, ha convertido a España en un país poco fiable para los inversores, pues los cambios regulatorios han causado mucha inseguridad jurídica. Por eso son decenas las demandas contra el Estado interpuestas por aquellos que invirtieron en energías renovables basándose en unas primas que luego desaparecieron.
El déficit tarifario actual viene de la diferencia existente entre el coste real de producción y el precio que se cobra en el mercado regulado. Pero el problema, en su base, no reside en el modelo energético. O, para ser más concretos, en el mix eléctrico actual.
La política energética la definen los Gobiernos. Ellos son los que determinan las tarifas según el tipo de energía y los grados de liberalización del mercado. Las empresas, en su libertad, invierten en aquellas tecnologías que les darán los mayores beneficios. Con el problema añadido de que el sector eléctrico es muy intensivo en capital y, por tanto, las inversiones que se hagan hoy se irán amortizando en decenas de años. Una losa que deben sufrir las empresas en sus balances. Tanto es así que los analistas financieros dejan hoy a las instalaciones de generación casi sin valor.
Lo anterior nos lleva a pensar que si el Gobierno de turno decidiera por las razones que considerase convenientes apostar por las energías renovables y el coste de producción de cada kilovatio fuera prohibitivo, no quedarían más que dos soluciones: o subvencionarlas o trasladar los costes reales a las tarifas para que las paguen los consumidores. Y lo que ha pasado aquí ha sido lo primero, es decir, subvencionar, hasta que se ha llegado a una situación insostenible.
En España, desde los años setenta del siglo pasado, la faz de la producción eléctrica ha ido cambiando progresivamente. En aquellos lejanos años, la estrategia fue potenciar la generación hidráulica. El país se llenó de presas que, con gran publicidad, se inauguraban, por decirlo así, casi todas las semanas. Luego, en los años setenta vino la expansión de las centrales de fuel y de carbón, para llegar a las nucleares, que se fueron poniendo en operación en los años ochenta. Y, a partir del inicio del siglo actual, aparecieron los ciclos combinados y las renovables. Los primeros dando salida al gas que provenía de Argelia, y las segundas como instalaciones eólicas y solares, y estas últimas en forma de termosolares y fotovoltaicas. Todo ello al hilo de un régimen tarifario marcado por los respectivos Gobiernos.
Es cierto que el mix actual es más equilibrado que el de hace cuarenta años, y también más respetuoso con el medio ambiente. Sin embargo, todo esto se ha hecho con base en no repercutir los costes reales a los precios que se trasladaban a los consumidores, con lo que la bolsa no ha aguantado más y ha estallado en forma de déficit de tarifa. Las primas al régimen especial crecieron casi el 400 por ciento en los últimos diez años, algo que la situación económica ha agravado, pues existen muchas centrales que no entran hoy en el sistema de producción.
¿Y qué hay que hacer para salir del atolladero? No se trata de un problema económico, o no solo. La producción de energía eléctrica es, ante todo, un problema político. Son los responsables políticos, contando por supuesto con la industria y los consumidores, los que tienen que definir el tipo y modelo energético que precisa el país. Pensando en el largo plazo, porque lo que hoy se decidiera afectará a las generaciones futuras.
Una vez definido el mix que se desea, y que se considera adecuado, surge el problema de su coste. Imaginemos que el Gobierno actual presentara un nuevo proyecto energético al Parlamento y este aprobara un modelo donde el kilovatio/hora valiera 1.000 euros. Ya se entiende que si esto se llevara a la tarifa acabaría con la industria española y con las clases medias: nadie lo podría pagar. Y si esta fuera la solución, no quedaría otra opción que subvencionarlo, es decir, llevarlo a los impuestos. Pues, como ya dijimos al principio, o se llevan los costes a la tarifa o se cubren los déficits con impuestos, es decir, se subvencionan. Lo que no quiere decir que no fuera factible, pues, a lo mejor, este modelo energético, aparentemente absurdo, podría tener otras ventajas en forma de nuevas tecnologías que se venderían a otros países, o nuevas industrias que generarían gran cantidad de puestos de trabajo. Lo cual tendría incidencia en la balanza de pagos y mejoraría la situación laboral. Es decir, habría que hacer un planteamiento global de lo que se quiere, sus porqués y a qué coste.
Lo que tenemos hoy es muy caro, y no existe un modelo energético que mire hacia el futuro. Con el agravante de que la liberalización no ha aportado nada positivo. Quizás, aparte del problema económico, sea el momento de construir con seriedad un plan energético que podría, por qué no, estar totalmente regulado. Un plan que, necesariamente, debería pensarse a nivel europeo.